martes, 11 de mayo de 2010

LAS HISTORIAS DE MACHO-MAN: LA PROFESORA PARTICULAR

A los quince años, en el momento en que mi madre se percató de mi incapacidad para discernir un texto en inglés del alfabeto cirílico, me pusieron una profesora particular que me instruyera en la legua de Chespir. Mª Luisa, que así se llamaba, tenía cierto aire de novicia neófita, encajada en unas faldas hasta los tobillos y unos jerseys de cuello alto que la hubieran hecho pasar desapercibida en cualquier zoco del oriente islámico. Ni alta, ni baja. Melena, ni muy larga ni muy corta, y una piel blanca, como de guiri que no ha abandonado la sombra del chiringuito en todas las vacaciones. Nariz ligeramente respingona, boca pequeña y una miopía apenas disimulable tras unas gafas de cristal reforzado que hacían de sus ojos dos planetas tenues y desorbitados. Su voz era aguda, y más se agudizaba al pronunciar las palabras de aquella lengua bárbara y perversa que se empeñaban en quererme inculcar.
Do you play football with your friends? —rechinaba en mis oídos como un altavoz mal calibrado—.
Yes, it is
Pero no se enfadaba nunca. Cerraba los párpados por unos instantes, en señal de reprobación, y repetía con enfática paciencia:
DO you…?
Yes…is do —porque yo jugaba al fútbol, de eso no había duda; y si no todos eran amigos, al menos conocidos o compañeros de escuela—.

Fuera cual fuera la razón pedagógica que la impulsó a ello, Mª Luisa centró pronto sus esfuerzos en el área de la fonética y la pronunciación. Sentados frente a frente, me hacía observar sus labios y seguir el curso de su lengua, que se contorsionaba como un molusco dentro de la concha, para luego, a su vez, comprobar por mimetismo la eficacia de sus explicaciones.
—Fíjate en mi lengua, aquí junto a los dientes superiores —y la elevaba oportunamente, sugiriendo con su gesto una parodia de las insinuantes chicas de las revistas. Ambos prorrumpíamos entonces en una sinfonía gutural y primigenia que hubiera resultado ininteligible al más avezado antropólogo. A veces sostenía mi cabeza entre sus manos, ofreciéndome el espejo de su rostro, del que emanaba un empachoso perfume de flores al borde del marchitamiento. Anestesiado de muerte, pensaba entonces que en Mª Luisa había algo que escapaba al escrutinio superficial de la primera mirada, y adivinaba tras el parapeto de su celosa indumentaria unos pechos firmes y turgentes, y unos muslos ligeramente musculados, como de deportista aficionada al traqueteo de la bicicleta.

Así se sucedieron, entre interrogativas con auxiliar y sílabas impronunciables, todos los martes y jueves de los siguientes meses. Huelga decir que mis resultados académicos en esta materia no habían evolucionado un ápice, pero esto no menoscabó la férrea voluntad de mis padres por sajonizarme, vanamente convencidos de la recompensa a largo plazo de su obstinación.

Hasta aquel día.
Mª Luisa vestía una falda sobre las rodillas y una blusa que, sin ser de las que Madonna elegiría para su espectáculo, resultaba inusual en ella, máxime cuando los dos botones superiores de la misma —desabrochados— permitían vislumbrar el comienzo de un escote que ratificaba mis más innovadoras teorías con respecto a la prominencia de sus senos. Estaba ausente, nerviosa, como quien acaba de ser cómplice de un asesinato o ultima los detalles de su propio suicidio. Tras de aquellas lentes, que marcaban el comienzo de una dimensión paranormal o alienígena, me llegaban miradas tanto o más indescifrables como las palabras con que habitualmente me aturdía. Debía haber prescindido del dosificador a la hora de liberar las esencias de su perfume, cuyos efectos embriagaban mis sentidos, adormeciéndolos hasta la inacción. De repente se abalanzó sobre mi silla (que rechinó, del susto, por todas las junturas) para aferrarse a mis pantalones y dejármelos en un santiamén a la altura de los tobillos, al tiempo que adoptaba entre mis piernas la contrita postura del orante. Pese a mi estupefacción, al mero contacto con su cuerpo, puse de manifiesto una erección de magnitudes volcánicas, con el ardor de una marea interior de lava que amenazaba con desbordar los límites de su remanso. Inopinadamente, aquellos labios que sólo había conocido retorcidos en el esfuerzo de una jerga extranjera, abarcaban la anchura de mi miembro, engulléndolo una y otra vez con la voracidad de un lactante sobre la ubre materna. Más por instinto que por lo que pudiera tener aprendido de los viernes de Canal +, apoyé ambas manos sobre su nunca, acompañando el rítmico frenesí de sus movimientos, que hacían peligrar la integridad de sus cuerdas vocales. Lo cierto es que, desde fuera, a nadie hubiera parecido algo impropio de nuestras clases de fonética el carrusel de interjecciones, bramidos y articulaciones sublinguales proferidos a lo largo del trámite. En el momento cumbre, procedí a la interrupción de su mecánica tarea, haciendo desparramar la savia de la vida por toda la habitación: buena parte cayó sobre sus gafas, dejándola en la más absoluta de las penumbras; parte sobre la lista de verbos irregulares que presidía el escritorio; parte sobre la cortina; parte sobre el suelo.
Como recién despertada de un trance o exorcizada del espíritu que tan violentamente la poseyera los anteriores minutos, se incorporó atropelladamente y se apresuró a recoger sus libros, sus cintas y el resto de sus pertenencias (sin parecer importarla que mis pantalones siguieran indecorosamente por los suelos). Sus rodillas aún revestían un contorno rojizo que contrastaba con la blancura natural de su piel. En su rostro, aunque la viva estampa del rubor, creí ver relampaguear una expresión de regocijo, como la que apenas son capaces de contener, cuando marca su equipo, los miembros de una directiva en el palco del rival. Sin llegar a componerse la gabardina y a echarse el bolso más allá del antebrazo, había alcanzado ya el pomo de la puerta. Con la cabeza gacha y voz apenas audible, me pidió que dijera a mi madre que no podría volver a darme clase, y que la disculpara por no habérselo comunicado con mayor antelación. Buscando a través de sus gafas, aún algo embadurnadas, el ángulo adecuado por el que poder dirigirme una última y furtiva mirada, abandonó la habitación. Un silencio, sólo mancillado por el repiqueteo decreciente de sus tacones, precedió el golpe seco con el que se cerró la puerta de la calle. En el aire persistía un aroma de flores olvidadas en el jarrón. La última luz de la tarde, a través de los cristales, proyectaba una nube de partículas, gordas como garbanzos, aferradas a su figura ya desvanecida.

No puedo decir, como seguramente revindicaría la delicada sensibilidad de los psicólogos de ahora, que esta experiencia me supusiera uno de esos traumas que provocan alteraciones o inseguridades en los adolescentes. Más bien al contrario, puso nombre y apellidos a los instintos más elementales que ya empezaban a aflorar en mí mediante visionados de material explícitamente pornográfico y prolongadas sesiones de autocomplacencia.
Lo primero que hice al quedarme solo fue fumarme un cigarrillo de la pitillera de la sala de estar y servirme un whiskey de la botella del armario de la cocina que celosamente guardaba mi madre para el pollo al chilindrón. A cada calada, a cada sorbo, recreaba en mi mente el cadencioso afán de Mª Luisa sumida en el fervor de su dadivosa misión, y la carnosidad de sus labios ciñéndose sobre mi cuerpo como la camisa a medida de un buen sastre.
Al margen del lote que me diera el año anterior con la más cachonda del instituto y del breve morreo que, por sorpresa y contra su voluntad, la endosara a la chica más mona de la clase, esta experiencia precipitó sin duda el final de mi inocencia. Además, con las mil doscientas pesetas que la profesora se dejara sin cobrar tras la última clase, adquirí mi primer acopio de preservativos. Técnicamente yo seguía virgen. Pero eso cambió poco después —y por partida doble— con la historia de las vecinas del quinto.

12 comentarios:

  1. Grande Macho-man, grande.
    Aunque yo realmente creo que no entendiste bien a tu profesora. Ella simplemente quería comprobar si, ya que el inglés se te daba tan mal, el frances te gustaría más.

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  2. La historia no se la cree ni él.............

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  3. Gran realto Macho-Man. Como fuera la calidad de la felatio igual que la del relato, la profesora sería digna del honoris causa fonético por la Uni de Oxford. El anuncio del próximo relato tiene muy buena pinta. Estaremos atentos!

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  4. Siempre he tenido la sensación que las mujeres menuditas, con cara de ranita asustadiza, se convierten automáticamente en tigresas de Bengala en el momento en que son agarradas por la cintura por unos brazos fuertes.
    Confirma mis sospechas el hecho que tu catecúmena profesora, no dudara a la hora de engullir tu sable, cual fakir, hasta la mismísima empuñadura.

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  5. Aprendiz de brujo11 de mayo de 2010, 18:10

    Macho-man eres un caballerazo. Creía que eras de los que no preavisaba en materia de sexo oral. Me parece un detalle de finura lo de disparar a las gafas...

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  6. I still remember it, was a wonderfull day. i became a whore that day.
    Thank you for your gift.
    I still love you macho-man.

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  7. Me ha encantado. Está muy bien contado y me he partido de risa. De inglés andarás mal, pero el castellano lo dominas.

    Saludos.

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  8. Hombre, Ignatus, que agradable sorpresa tenerte por aquí.
    Ya sabes, si te apetece contar cualquier cochinada o simplemente descubrir alguna de tus intimidades, aquí tienes tu casa.

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  9. A mi el relato me ha parecido una cochinada. El relato está bien contado, pero deberías contar otro tipo de historias que no fueran tan pecaminosas y sí más cristianas.

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  10. Haldir, ya dije que no soy bueno inventando y que por lo tanto me limitaría a contar episodios de mi biografía. De verdad que si se me hubiera aparecido el Padre Hoyos o me hubiera acometido cualquier otra experiencia mística, lo narraría igualmente.

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  11. Gracias, Macho-man, tomo nota.

    Creo que Haldir haría bien en no pedir que tus historias fueran más cristianas pues me temo que podrían acabar con algún crucifijo usado a la manera de la niña de El Exorcista. O redondear la historia diciendo que la profe era monja...

    Además creo que se ha olvidado de lo principal: que es el crudo relato de un pobre jovencito violado con premeditación y alevosía. Pobriño...

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  12. A mi esto me paso con una profesora de clases particulares de latin.
    Que tendran las maestras de idiomas?

    Oscar

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