lunes, 21 de junio de 2010

ESTADOS

Optimismo


¡Yo!


¿Yo?


¡¡Yo!!





Pesimismo


Yo


¿Yo?


Yo...

jueves, 10 de junio de 2010

PENSAMIENTOS ANTES DE LA FINAL DEL MUNDIAL

m
Johannesburgo, 11 de Julio de 2010. 20 horas y 20 minutos:

Por fin ha llegado el día que siempre soñé desde que soy niño, el de estar en la final de un Mundial, representando a mi país, España. Ya tengo todo el uniforme puesto, he calentado bien y estoy preparado para dar lo mejor de mí.
Es increíble el ruido que hay en el Estadio, se puede escuchar desde aquí, desde el vestuario, el rugir a las masas. Espero no acusar la presión cuando me silben, pues seguro que lo harán.
Noto a mi equipo algo nervioso, supongo que es normal esa tensión en estos momentos previos –incluso supongo que es bueno tenerla-, seguro que una vez que la final arranque desaparecerán los nervios. Lo que he de intentar yo en estos momentos previos, como buen líder, es transmitirles mi total confianza en ellos y darles seguridad.

La verdad es que si me paro a pensarlo esto abruma. Es increíble la de millones de personas que van a estar pendientes de nosotros y de mí en concreto y las alegrías o tristezas que puedo provocar. ¡Puf, ahora me vienen a mí los nervios!. Tengo que dejar de pensar en ello y relajarme, simplemente intentar estar bien concentrado en cómo hacer las cosas, tal y cómo sé hacerlas y como me he preparado para ello, para este día tan grande.
Será muy importante que me mueva bien, especialmente en diagonal, que esté atento a cada detalle, a cada movimiento de desmarque y, sobre todo, no puedo cometer ningún error dentro del área, pues podría ser definitivo. Ahí, dentro del área, no puedo dudar, esa será la clave del éxito.

Creo que ya es el momento, pues los compañeros regresan del túnel de vestuarios:

- ¡Jefe!, todos están ya preparados, los uniformes y botas OK y nosotros estamos dispuestos ¿Salimos ya?
- Sí chicos, mucho ánimo que todo va a salir de maravilla, concentraros en el juego e intentad que no os influya el ambiente. Esperad que coja las tarjetas y el silbato y vamos al terreno de juego.
m

martes, 8 de junio de 2010

LAS HISTORIAS DE MACHO-MAN: LAS VECINAS DEL QUINTO

Olga y Patricia (Patricia y Olga) eran hermanas gemelas. Y vecinas mías desde lo más remoto de mi infancia, es decir, desde que nací, dos o tres años después de que ellas lo hicieran.
Altas y delgadas (como en la canción popular); huesudas y hieráticas como vírgenes góticas, con melena lisa, que las caía hasta la cintura en dos mitades simétricas, y una cara alargada como la quijada de un equino. A juego con su pelo, sus ojos castaños se erigían como el único atisbo de vivacidad en unos rostros marcados por la contundencia del tabique nasal y la abrupta convexidad de los pómulos. Las envolvía un aire de infundada espiritualidad, de dulzura impostada, que no era fácil de intuir sino desde mi tesitura.
Patricia y Olga (Olga y Patricia) manifestaron desde muy pequeñas una gran predisposición a hacerme testigo de sus desmanes, aunque siempre albergué la duda de si era yo el predilecto destinatario de los mismos o simplemente representaba el más conveniente auditorio para la urgencia de su puesta en escena; de si significaba su motivo más elevado de inspiración o tan solo el reincidente objeto de su burla. Durante la época de nuestra educación primaria, de vuelta de la jornada continua del colegio, coincidíamos con frecuencia en el portal, a esas horas de la tarde desahuciadas en siestas y telediarios. Hasta el ascensor, daban vueltas en torno a mí, riendo histéricamente, en un acoso propio de indios apaches; y ya en él, formaban cara a cara, tratando de pellizcarse recíprocamente los pezones de unos pechos aún en periodo de maduración. Llegados al quinto piso, sin desistir de sus risotadas, solían precipitar su salida levantándose al unísono las faldas de su uniforme de colegialas, dejando al descubierto unas bragas de extrema blancura profanada por los primeros síntomas de la menstruación; sin dejar de mirarse la una a la otra, como si mi presencia resultara meramente circunstancial o sólo perteneciera a ese mundo confuso de sombras y reflejos manifestado sobre el espejo del elevador.
También sabía que los mocos adheridos a los pasamanos les pertenecían. Mocos de un verde irreal, como de aquel Blandiblú con el que tanto nos entreteníamos por entonces. Y sabía que su irrupción no era casual, sino una forma subliminal o críptica de comunicación como la que frecuentan innumerables especies de la zoología a la hora de marcar territorios o manifestar la predisposición al apareamiento. De cuando en cuando las sorprendía (¿o me sorprendían a mí?), en el rellano de mi piso, apurando en cuchillas las últimas gotas de un pis ya materializado en algún otro lugar.

Con el tiempo, según ellas avanzaban hacia la mayoría de edad y yo aún coqueteaba con los muñecos de Playmóbil, comencé a verlas con menor frecuencia. Y desde que iniciaron su periplo universitario, en otra ciudad lejana, no había vuelto a encontrarlas, hasta una fecha que no olvidaré nunca, puesto que se trataba de mi decimosexto cumpleaños. Aquella mañana de domingo, gris y desabrida, mis padres habían salido ya, dispuestos a acompañar hasta la hora de comer a la tía Elvira, que había vuelto a romperse la cadera. Yo bajaba a la panadería, a recoger el encargo de la tarta y, al salir del ascensor, me topé de bruces con ellas, Olga y Patricia (Patricia y Olga), que, si bien se habían despojado sobradamente de la crisálida de la pubertad, parecían tan iguales como entonces, al menos por lo que se refiere a esa expresión entre puritana y prostibularia apenas concretada en sus rasgos de estatuas precolombinas. Olga (o Patricia), apostada entre la puerta metálica y la pared, cerraba mi salida por el ala izquierda, mientras que Patricia (u Olga) impedía cualquier avance por su flanco.
—¡Pero mira quién está aquí! Si está hecho un hombre —decía una de las dos, al tanto que sus ojos repasaban mi anatomía una y otra vez.
—Si hasta le ha salido la barba —añadió la otra.
—Es que ya me afeito desde hace unos meses —balbuceé inocentemente.
E intercambiaron una mirada en la que adiviné la eficacia comunicativa de un mensaje telepático.
Traté de llevar a cabo una maniobra desesperada para romper sus líneas por el centro, pero mi atrevimiento táctico resultó infructuoso puesto que pronto me vi atrapado entre dos fuegos, la una cortándome el paso por delante y la otra envolviéndome por la espalda.
Olga (o Patricia) depositó una mano sobre mis partes nobles. Quise dar un paso atrás, pero Patricia (u Olga) ya me agarraba fuertemente por las nalgas.
—En quince minutos te esperamos en nuestra casa. Vamos a ver si de verdad eres ya un hombre o todavía el niñito consentido de mamá.
Tras un último apretón, anterior y posterior, irrumpieron en el ascensor, desenlatando las carcajadas de una risa entre histriónica y tísica que, degradándose con la altura, resonaba en la cabina como el off de una mala película de terror. Del fantasma de su proximidad emanaba un confuso aroma como de orquídeas salvajes rebozadas en incienso; una extraña sensación que predisponía simultáneamente a la contrición y a la reincidencia en el pecado. Yo me quedé mirando cómo los números indicadores iban paulatinamente iluminándose hasta detenerse en el cinco, que quedó marcado como una premonición o un enrevesado signo del destino.

Una vez hube dejado la mercancía a buen recaudo (mi tarta de chocolate favorita, con los dos dígitos de mi nueva edad sobrepuestos en nata), me quedé inmóvil, en pie, apoyado sobre la puerta del refrigerador, que acababa de cerrar, bajo los efectos de aquellas palabras vagamente constitutivas de una invitación o un desafío, y que apremiaban a un encuentro (o un desencuentro) por resolverse tácitamente al amparo de términos no pactados y requisitos sin estipular. Héroe o villano, de eso no había duda. Sólo gloria o miseria podía esperar del desenlace de una decisión que aturdía mis sienes con un golpeteo pendular. Ir o no ir: esa era la cuestión. Entonces, desbordado por un repentino subidón de adrenalina (como el que debe de apoderarse de los reos de muerte al asumir la circunstancia de su ejecución), salí de casa, dispuesto a recoger el guante, ya en las postrimerías del plazo en vigor. Bajé hasta el quinto piso acometiendo de tres en tres los peldaños de las escaleras, como si temiera que en cualquier momento pudiera sorprenderme a mí mismo desistiendo de mi propósito. La puerta estaba abierta, lo que me dio en suponer que mis anfitrionas no esperaban que llamara al timbre. Y sin embargo (incongruencias del nerviosismo) golpeé tímidamente con los nudillos. No hubo respuesta. Así que me adentré en la casa, cerrando la puerta tras de mí. A mis pies, unas braguitas tanga de color rojo formaban el primer eslabón de una cadena de prendas íntimas que, doblando la esquina del recibidor y adentrándose en un largo y penumbroso pasillo, guiaba hasta el umbral de la última habitación. Se trataba, según pude comprobar, del dormitorio matrimonial, iluminado tenuemente por la lamparilla del aparador y presidido por un tríptico renacentista, con el motivo de La Anunciación en la tabla central y, a cada lado, angelitos rechonchos en plena euforia de sus trompetas celestiales. Olga y Patricia (Patricia y Olga) yacían desnudas sobre la cama de caoba, aligerada de sábanas y demás accesorios. Recostadas sobre la cadera, una frente a la otra, con la cabeza apoyada sobre la palma de la mano, evocaban en su pose una indolencia propia de odaliscas en espera de quien ejerza sobre ellas su derecho de pernada. Al percatarse de mi presencia, giraron sobre sí mismas, dejando rotundamente expuesta la geografía de su anverso, que se me figuró más bien de tundra o paramera: los pechos púberes, como limones que no llegarán nunca a los puestos del mercado, y los pubis devastados por la epidemia de la depilación. (Sus pubis me trajeron a la memoria aquellos cerditos sonrosados que teníamos como huchas).
—Acércate —ordenaron.
Apenas me hube aproximado al borde de la cama, ya habían saltado sobre mí como felinos emboscados y me habían volteado de espaldas sobre el colchón, donde, en menos que canta un gallo, hicieron expolio de mi vestimenta.
—¡Ufff…! —exclamaron al unísono, al constatar los elementos de mi desnudez.
Olga (o Patricia) me asía de las muñecas, impidiéndome cualquier reacción (aunque, a decir verdad, yo tampoco hacía mucho por resistirme), mientras que la otra maceraba el bastión de mi virilidad con el ahínco de un alfarero. Cuando obtuvo el punto de rigidez que creyó adecuado, se subió a horcajadas sobre mí, ensartándoselo como una estocada en lo más alto (bueno, en lo más bajo). Parecía uno de aquellos trenes de carbón y leña, que al principio tardan en echar a andar, pero que enseguida van cogiendo aceleración hasta alcanzar una velocidad punta que amenaza con hacerlos descarrilar. En este punto, procedió a una brevísima pausa, como una entrada en boxes en la que su hermana me proveyó de una armadura profiláctica, para luego seguir espoleándome como un jockey que ve cercana la línea de meta. Durante todo ese tiempo, la lengua de su hermana clónica no dejó de rebuscar en mi boca, transmitiéndome una aspereza de piel de sapo y un regusto pariente cercano de la halitosis.
Por fin, aquélla bajó de su montura y procedieron a intercambiar posiciones.
—Uy, parece que el nene ha llenado el pañal. No sé si se le podrá poner otro o estará irritadito.
—Tranquilas, aquí hay de sobra para las dos —me atreví a bravuconear.
Y, en efecto, fui capaz de mantener un estado que dio para varias rotaciones más, al cabo de las cuales se buscaron sobre el lecho y se ovillaron en un abrazo que, en primera instancia, e imbuido por las circunstancias de mi reciente experiencia, interpreté como obsceno, pero que después recordé siempre como el gesto más íntimo de su fraternidad. Al poco, conciliaban un plácido sueño, sólo alterado por los ronquidos de la una y la sibilante respiración de la otra. Por unos instantes, deseé formar parte de aquel conjunto de emoción contenida y expresión barroca, en el que piernas, brazos y cabellos se entremezclaban con profusión. Pero solo hasta tomar conciencia de que la situación de marginalidad por la que me veía confinado en una esquina de la cama me otorgaba el privilegio de la libertad, y de que, cumplidas las expectativas que me habían llevado hasta allí, podía marcharme en cuanto quisiera, como así sucedió, sin habilitar el menor pretexto para una insinuación de reproche o compromiso. Además, había otros motivos para alejarme sin una despedida, como el hecho de no saber, si despertaban, qué actitud adoptar un cuerpo desnudo frente a otros cuerpos desnudos sin un resquicio de misterio en la piel; y, sobretodo, la calentura en mi entrepierna apremiándome a unas sesiones caseras de aquaterapia fría.

Tomé el elevador para volver a casa. No solo a causa de la fatiga en sí, sino porque subir escaleras hubiera resultado contraproducente para mi estado subabdominal. Durante el breve trayecto —y aun después de que la voz del autómata anunciara mi piso—, quedé absorto en la contemplación del espejo. Era mi imagen, sí, algo despelujada y con la ropa manga por hombro, pero había algo nuevo, extraño, en el reflejo que obtenía, algo que no acababa de reconocer como mío, no sé, acaso un lejano aire de altivez apenas insinuado en el arco de las cejas, un gesto de superioridad vagamente latente sobre la comisura de los labios, no sé, esa leve decantación hacia el perfil, la sutil elevación de la barbilla… Pero lo cierto es que me complacía ver lo que veía y quería parecerme a esa imagen.
Había tiempo suficiente antes de que regresara a casa la familia. La cosa merecía otro cigarrito y un lingotazo —doble— del whiskey de la cocina. (Esta práctica llegó a convertirme con el tiempo en un fumador empedernido y en un consumidor asiduo de escocés.) Además, qué narices, era mi cumpleaños y yo mismo me había procurado el mejor regalo.

domingo, 6 de junio de 2010

EL DESPERTAR por CLEBARR

Oscuridad.
Cuando desperté sentí nauseas, la cabeza parecía que me iba a explotar. Tenía la boca seca y el cuerpo no me respondía. No pude ni abrir los ojos. ¿Qué demonios pasó anoche? Parecía que me había pasado un tren por encima.
¿Y este calorazo inaguantable? Supuse que sería cerca del medio día y como dándome la razón, en ese momento sonaron unas campanadas y conté doce. Medio día del domingo. La llamada a misa.
Tardé un buen rato en disipar la nebulosa que flotaba en mi cabeza. Recordaba haber salido de la ducha moviéndome al ritmo de la música, chumba-chumba-chumba,…Sábado por la noche y solo en casa. Mi novia se había ido a Santander a visitar a sus padres y hasta el domingo por la noche todo mi tiempo era mío y solamente mío. Había quedado, como siempre hacía cuando me quedaba de Rodríguez, con los amiguetes que aún estaban solteros para tomar unas copas y corrernos una fiestecilla. No eran demasiadas las ocasiones en que podía salir con los amigos y la ocasión la pintaban calva. El fin de semana para mi enterito.
La música en mi casa tronaba a todo trapo: “God is a D.J. Chumba, chumba, chumba,…, piiiiiiiiiiiii…” y yo a lo mío: Ropa guapa, colonia como si la fueran a prohibir, aunque esta vez solo en la nuca, un último retoque al pelo con la mano para dar un toque informal… ¡y listo!
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¡Qué sed tengo! Otras veces cuando me despertaba después de una juerga monumental dejaba la nevera tiritando, pero la sola idea de comer me dio asco. Mierda. Cada día son más los garitos que ponen garrafón. Tampoco es que bebiera tanto, pero lo que bebí seguro que era matarratas de 40 grados. Aún así, hay que saber parar, así que Mía Culpa, supongo.
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Estaba en el bar de siempre con mi amigo Santiago, el “Ponte fuera” y el resto de la tropa. A Santiago le llamábamos así por la mucha querencia que tenía a molestar a cualquier cosa que llevara faldas cuando se pasaba con el cacique limón. Solía ocurrir que en menos que canta un gallo un portero con cara de pit-bull, se le encaraba amenazante: “A la próxima, payaso, te vas fuera”.
Me acerqué a pedir un par de copas para Santiago y para mí y fue entonces cuando me percaté. Una auténtica preciosidad sentada en uno de los taburetes de la barra me estaba mirando fijamente. Vestía un modelito corto de esos que me tanto me gustan, botitas de largo y estrecho tacón, rodillas y muslos bien a la vista. El modelito ajustaba además bastante bien. Las curvas que se adivinaban eran de infarto. El pelo negro y ondulado llegaba casi hasta la cintura. Pero lo mejor eran sus labios. Lucían carnosos, un poco a lo Angelina Jolie, rojos, intensos, deseables.
Desde que hace dos años me fui a vivir con mi novia, estaba totalmente fuera del mercado. Ya ni me acordaba como se estilaba eso del ligoteo, por eso me sorprendió que fuera ella quién me abordase.
- Hola, guapo. ¿Qué haces?
Tragué saliva y tardé un rato en contestar.
- Nada. Aquí estoy con un amiguete tomando una copilla, disfrutando del sábado noche, ¿y tú?
Ella me sonrió divertida. Al hacerlo dejó ver unos dientes blancos, nacarados, perfectos. Acercando su cabeza hasta mí, me susurró:
- Te estaba esperando a ti.
Solté una carcajada nerviosa. O esta preciosidad se estaba quedando conmigo, o definitivamente, esta iba a ser mi noche de suerte.
- ¿A mi? ¿Me habías visto ya más veces por aquí?
Ella me miró fijamente sin decir nada. Era tan intensa su mirada, que empecé a sentirme incómodo, ridículo. Estaba nervioso. ¿Asustado? Y es que nunca había sido muy ducho en las artes del ligoteo y además con semejante bombón…
Mi ya algo abotargado cerebro estaba pensando en algo original que decir, pero ¿el qué? Piensa maldita sea. Di algo, lo que sea. En esas estaba, cuando de repente el “Ponte fuera” apareció trastabillándose, tirándome los restos de su cacique encima y apartándome sin miramientos, la abordó.
- Hola guaaaaaaaaaaaaapa. ¿Sabes que soy mucho más divertido y más guapo que mi amigo? Además, yo estoy libre.
Ella, seguía con su mirada fija en mi. Sin molestarse si quiera en volver la cabeza, le espetó:
- Esfúmate imbécil. Esta noche sólo me interesa tu amigo. De hecho, estábamos a punto de irnos a otro sitio más tranquilo, ¿verdad?
Esa era toda la información que necesitaba. A pesar de que por un segundo el rostro de mi novia pasó por mi mente, avisándome de que podía meterme en un lío, no tardé nada en decidirme:
- Santiago, majete. Seguro que sabes volver solito a casa. No seas loco y cógete un taxi. Mañana hablamos.
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Pffffffffffffff. ¡Qué dolor de cabeza, de cuerpo y de todo! Seguía tumbado sin poder moverme. A medida que iba pasando el tiempo me iba encontrando mejor, pero la sensación de sed se iba haciendo inaguantable. Apenas ya si hacía calor, pero como la cabeza aún dolía un poco, permanecí quieto y esperé aún a levantarme.
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Estuvimos caminando bastante tiempo. Yo iba como hipnotizado a su lado, sin atreverme aún a tocarla. No quería precipitarme y echarlo todo por la borda. Ella me había prometido ir a un sitio más tranquilo, donde no nos molestaran. Allí esperaría mi oportunidad.
Cuando ya llevábamos bastante tiempo andando, empecé a impacientarme y a preguntarme si aquello sería una buena idea. Anita, mi novia era una chica estupenda y nunca me había dado motivos para querer estar con otra. Además, ¿dónde demonios vive esta mujer? Estábamos casi en las afueras de la ciudad. Apenas ya si se veían luces.
A punto de darme media vuelta, de decirla aquello tan manido de “Lo siento. Tengo novia y esto no es una buena idea…”, de repente, ella como si me leyera el pensamiento, se acercó a mi y poniendo sus frías manos en mi cabeza me besó.
Fue un beso intenso, agresivo. Su lengua recorría a la velocidad del rayo toda mi cavidad. Se movía implacable, absorbente, ansiosa. Como si ese momento fuese la culminación de toda una hazaña. Era rápida, sus carnosos y rojos labios besaban mi mejilla, su lengua lamía mi cuello,… Me sentí embriagado de amor, mareado de lujuria. En ese momento la hubiera prometido cualquier cosa, hubiera hecho cualquier cosa que me hubiera pedido…
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Por fin abrí los ojos. Ya me encontraba bien. De hecho, muy bien. Sorprendente y excepcionalmente bien. El sol hacía un rato que se había puesto y me sentí pleno de energía.
Sin ningún esfuerzo aparté la losa que estaba sobre mi cabeza y me incorporé. El cielo lucía espléndido. Una luna en cuarto creciente y una multitud de estrellas lo salpicaban aquí y allá, como los adornos de un árbol de Navidad. Al ponerme en pie, una jauría de perros ladró muy cerca. ¿O estaban lejos? No lo sé. Mis sentidos se habían agudizado. Los sentía casi dentro de mis oídos.
El cuello aún me dolía un poco. Noté un ligero escozor y un par de pequeñas hendiduras al pasar mi mano sobre él.
No me importaba. Sabía que a estas horas Ana ya habría vuelto de Santander y me estaría esperando en casa. Pensar en ella me excitó. Noté como mis colmillos crecían. Casi sin posar mis pies en el suelo abandoné el cementerio. Dentro de poco podría calmar mi sed.

viernes, 4 de junio de 2010

RECETA DE COCINA: NOSTALGIA, PARA 4

a
Nostalgia, para 4.


Ingredientes:

Tiempo de separación.
Un puñado de recuerdos en común.
Anécdotas divertidas.
Conversación intrascendente (fútbol, sexo,...)
Años, a ser posible en abundancia, aunque a gusto de los comensales.
Dos botellas de Whisky, caro a ser posible.
Hielo suficiente.
Música pausada, pasada de moda, de fondo.
Un montón de cariño.

Preparación:

Poner sobre la mesa, como aperitivo, el tiempo de separación.
Servir el Whisky en cada uno de los vasos, repletos de hielo, de los invitados. En ese momento comenzar a elaborar la conversación intrascendente. Echaremos tanta de esa charla como acostumbrados al alcohol estén los convidados.
A partir de ahí, cuando el efecto del licor haya comenzado a inundar de banalidad la conversación trivial, comenzar a poner a fuego lento los recuerdos compartidos. A más años dejar más tiempo para que se cocinen los recuerdos. Cuando comience a hervir, añadir las anécdotas divertidas.
A media cocción hacer silencios que permitan escuchar e incluso tararear alguno de los estribillos de la música de fondo.
Seguir sirviendo Whisky hasta que el cariño comience a florecer en forma de abrazos y propuestas irrealizables futuras.
Retirar los recuerdos del fuego y servir, en caliente.

Así se prepara una gran nostalgia para 4 (amigos)

martes, 1 de junio de 2010

EL CUERPO DEL DELITO (2ª y definitiva parte)

(1ª parte escrita por J.M.)

Realmente no le molestaba el hedor que exportaba el cuerpo, era desagradable sí, pero no era ello en sí lo que más le incomodaba, lo que verdaderamente le apenaba era tener que, ya de manera irremediable, deshacerse de su improvisado inquilino.
Se había habituado a su presencia de tal manera que su silenciosa compañía -como él siempre había deseado que fuera un compañero de piso- le resultaba reconfortante, pero lo cierto es que aquel aroma se iba adueñando poco a poco de la casa y pronto se querría escapar por debajo de la puerta o entre las ventanas y bajar las escaleras hasta dominar el portal. Y eso sí sería demasiado delatador.

Regresó a su plan original. Le angustiaba hasta límites insospechados tener que descuartizar un cuerpo pero, evaluadas con detenimiento todas las opciones, era la que ofrecía menos riesgos.

Bajó a comprar todo el material que él creía imprescindible para la disección del cuerpo.
En la ferretería de la esquina una sierra y tres juegos extras de cuchillas para la misma, además de dos grandes cuchillos; una caja de mascarillas de médico en la farmacia del Doctor Vacceo para, al menos, reducir en su apéndice nasal la insoportable fetidez que el occiso desprendía; y finalmente, en el chino que hace poco habían abierto en su calle, un gran plástico sobre el que tumbar el cadáver mientras lo desmenuzaba y bolsas de basura como recipientes de la futura mercancía.

Ya con todos los utensilios en su poder se dispuso a la faena.
El comienzo fue realmente desagradable, pero una vez fue capaz de separar la cabeza del resto del cuerpo incluso le fue cogiendo gusto.
La tarea resultó mucho más larga de lo que él creyó en un principio y aunque la primera hora pasó con su mente totalmente concentrada en el trabajo, poco a poco le fueron llegando diversos pensamientos, de muy diversa índole y de importancia relativa. Todos menos uno.
De repente pensó que no había escuchado a nadie comentar nada sobre la desaparición del muerto. Ni una noticia, ni un rumor, ni un cuchicheo. Tras casi una semana, nada.
Él era una persona más o menos conocida en el barrio y que conversaba a menudo con los vecinos y ninguno parecía haberse hecho eco de ninguna ausencia. Le sorprendía y a la vez le aliviaba. Pudiera ser que todo resultara mucho más sencillo de lo que en un principio parecía.

Una vez terminado de -como si fuera un puzzle del que te has cansado de mirar- desencajar las piezas, introdujo cada una de ellas en una bolsa de basura diferente.

La siguiente parte del plan era sencilla, día a día y en contenedores de basura diferentes, alojaría cada una de las bolsas con los restos del fiambre.
En 6 días –en cada bolsa una extremidad, otra para el tronco y otra más la de la cabeza- se habría desecho finalmente del difunto.

Habían transcurrido ya los 5 primeros días y todo marchaba como había planeado. Cada noche bajaba la basura como si tal cosa. Incluso la noche del turno del tronco se paró a saludar al vecino del 1º que volvía, sudoroso, de hacer footing (quizás el olor de su propio sudor le impidió darse cuenta de nada).

Hasta que a la mañana del sexto día, cuando tan sólo restaba la testa de ser eliminada, alguien, finalmente, preguntó por el muerto.

Llamaron al timbre, dos veces. Por la mirilla, al otro lado de la puerta, se veía un hombre ya mayor, con gafas de sol y semblante apenado. Desligando aquella visita de su crimen abrió la puerta confiado y preguntó al desconocido qué deseaba.
Éste le contó que desde hacía un par de semanas se había quedado solo en el mundo, que el ser que guiaba sus pasos había desaparecido sin dar señales de vida y que desde entonces nada tenía orden ni sentido para él. Desde aquel día iba casa por casa preguntando si alguien sabía algo de quien por él preguntaba.
Silencio fue lo único que obtuvo como respuesta.
Sin más asió con fuerza su bastón, dio media vuelta y comenzó, con lentitud y cuidado, a descender por las escaleras mientras un portazo tenue le despedía.

No había llegado aún al primer descansillo cuando de nuevo la puerta se abrió. La conciencia del asesino había sido la única testigo del crimen y le forzó a declararse culpable ante la real víctima del asunto.
Así, bolsa negra en mano, llamó al hombre desolado.

- ¡Oiga, buen hombre, espere! Yo sé algo de por quién usted pregunta. Bueno, en realidad, lo sé todo. No espero que me perdone y ni tan siquiera se lo pido, pues sé que es horrible lo que hecho, pero acépteme al menos que le devuelva, como señal de arrepentimiento, la cabeza de su perro lazarillo.