martes, 8 de junio de 2010

LAS HISTORIAS DE MACHO-MAN: LAS VECINAS DEL QUINTO

Olga y Patricia (Patricia y Olga) eran hermanas gemelas. Y vecinas mías desde lo más remoto de mi infancia, es decir, desde que nací, dos o tres años después de que ellas lo hicieran.
Altas y delgadas (como en la canción popular); huesudas y hieráticas como vírgenes góticas, con melena lisa, que las caía hasta la cintura en dos mitades simétricas, y una cara alargada como la quijada de un equino. A juego con su pelo, sus ojos castaños se erigían como el único atisbo de vivacidad en unos rostros marcados por la contundencia del tabique nasal y la abrupta convexidad de los pómulos. Las envolvía un aire de infundada espiritualidad, de dulzura impostada, que no era fácil de intuir sino desde mi tesitura.
Patricia y Olga (Olga y Patricia) manifestaron desde muy pequeñas una gran predisposición a hacerme testigo de sus desmanes, aunque siempre albergué la duda de si era yo el predilecto destinatario de los mismos o simplemente representaba el más conveniente auditorio para la urgencia de su puesta en escena; de si significaba su motivo más elevado de inspiración o tan solo el reincidente objeto de su burla. Durante la época de nuestra educación primaria, de vuelta de la jornada continua del colegio, coincidíamos con frecuencia en el portal, a esas horas de la tarde desahuciadas en siestas y telediarios. Hasta el ascensor, daban vueltas en torno a mí, riendo histéricamente, en un acoso propio de indios apaches; y ya en él, formaban cara a cara, tratando de pellizcarse recíprocamente los pezones de unos pechos aún en periodo de maduración. Llegados al quinto piso, sin desistir de sus risotadas, solían precipitar su salida levantándose al unísono las faldas de su uniforme de colegialas, dejando al descubierto unas bragas de extrema blancura profanada por los primeros síntomas de la menstruación; sin dejar de mirarse la una a la otra, como si mi presencia resultara meramente circunstancial o sólo perteneciera a ese mundo confuso de sombras y reflejos manifestado sobre el espejo del elevador.
También sabía que los mocos adheridos a los pasamanos les pertenecían. Mocos de un verde irreal, como de aquel Blandiblú con el que tanto nos entreteníamos por entonces. Y sabía que su irrupción no era casual, sino una forma subliminal o críptica de comunicación como la que frecuentan innumerables especies de la zoología a la hora de marcar territorios o manifestar la predisposición al apareamiento. De cuando en cuando las sorprendía (¿o me sorprendían a mí?), en el rellano de mi piso, apurando en cuchillas las últimas gotas de un pis ya materializado en algún otro lugar.

Con el tiempo, según ellas avanzaban hacia la mayoría de edad y yo aún coqueteaba con los muñecos de Playmóbil, comencé a verlas con menor frecuencia. Y desde que iniciaron su periplo universitario, en otra ciudad lejana, no había vuelto a encontrarlas, hasta una fecha que no olvidaré nunca, puesto que se trataba de mi decimosexto cumpleaños. Aquella mañana de domingo, gris y desabrida, mis padres habían salido ya, dispuestos a acompañar hasta la hora de comer a la tía Elvira, que había vuelto a romperse la cadera. Yo bajaba a la panadería, a recoger el encargo de la tarta y, al salir del ascensor, me topé de bruces con ellas, Olga y Patricia (Patricia y Olga), que, si bien se habían despojado sobradamente de la crisálida de la pubertad, parecían tan iguales como entonces, al menos por lo que se refiere a esa expresión entre puritana y prostibularia apenas concretada en sus rasgos de estatuas precolombinas. Olga (o Patricia), apostada entre la puerta metálica y la pared, cerraba mi salida por el ala izquierda, mientras que Patricia (u Olga) impedía cualquier avance por su flanco.
—¡Pero mira quién está aquí! Si está hecho un hombre —decía una de las dos, al tanto que sus ojos repasaban mi anatomía una y otra vez.
—Si hasta le ha salido la barba —añadió la otra.
—Es que ya me afeito desde hace unos meses —balbuceé inocentemente.
E intercambiaron una mirada en la que adiviné la eficacia comunicativa de un mensaje telepático.
Traté de llevar a cabo una maniobra desesperada para romper sus líneas por el centro, pero mi atrevimiento táctico resultó infructuoso puesto que pronto me vi atrapado entre dos fuegos, la una cortándome el paso por delante y la otra envolviéndome por la espalda.
Olga (o Patricia) depositó una mano sobre mis partes nobles. Quise dar un paso atrás, pero Patricia (u Olga) ya me agarraba fuertemente por las nalgas.
—En quince minutos te esperamos en nuestra casa. Vamos a ver si de verdad eres ya un hombre o todavía el niñito consentido de mamá.
Tras un último apretón, anterior y posterior, irrumpieron en el ascensor, desenlatando las carcajadas de una risa entre histriónica y tísica que, degradándose con la altura, resonaba en la cabina como el off de una mala película de terror. Del fantasma de su proximidad emanaba un confuso aroma como de orquídeas salvajes rebozadas en incienso; una extraña sensación que predisponía simultáneamente a la contrición y a la reincidencia en el pecado. Yo me quedé mirando cómo los números indicadores iban paulatinamente iluminándose hasta detenerse en el cinco, que quedó marcado como una premonición o un enrevesado signo del destino.

Una vez hube dejado la mercancía a buen recaudo (mi tarta de chocolate favorita, con los dos dígitos de mi nueva edad sobrepuestos en nata), me quedé inmóvil, en pie, apoyado sobre la puerta del refrigerador, que acababa de cerrar, bajo los efectos de aquellas palabras vagamente constitutivas de una invitación o un desafío, y que apremiaban a un encuentro (o un desencuentro) por resolverse tácitamente al amparo de términos no pactados y requisitos sin estipular. Héroe o villano, de eso no había duda. Sólo gloria o miseria podía esperar del desenlace de una decisión que aturdía mis sienes con un golpeteo pendular. Ir o no ir: esa era la cuestión. Entonces, desbordado por un repentino subidón de adrenalina (como el que debe de apoderarse de los reos de muerte al asumir la circunstancia de su ejecución), salí de casa, dispuesto a recoger el guante, ya en las postrimerías del plazo en vigor. Bajé hasta el quinto piso acometiendo de tres en tres los peldaños de las escaleras, como si temiera que en cualquier momento pudiera sorprenderme a mí mismo desistiendo de mi propósito. La puerta estaba abierta, lo que me dio en suponer que mis anfitrionas no esperaban que llamara al timbre. Y sin embargo (incongruencias del nerviosismo) golpeé tímidamente con los nudillos. No hubo respuesta. Así que me adentré en la casa, cerrando la puerta tras de mí. A mis pies, unas braguitas tanga de color rojo formaban el primer eslabón de una cadena de prendas íntimas que, doblando la esquina del recibidor y adentrándose en un largo y penumbroso pasillo, guiaba hasta el umbral de la última habitación. Se trataba, según pude comprobar, del dormitorio matrimonial, iluminado tenuemente por la lamparilla del aparador y presidido por un tríptico renacentista, con el motivo de La Anunciación en la tabla central y, a cada lado, angelitos rechonchos en plena euforia de sus trompetas celestiales. Olga y Patricia (Patricia y Olga) yacían desnudas sobre la cama de caoba, aligerada de sábanas y demás accesorios. Recostadas sobre la cadera, una frente a la otra, con la cabeza apoyada sobre la palma de la mano, evocaban en su pose una indolencia propia de odaliscas en espera de quien ejerza sobre ellas su derecho de pernada. Al percatarse de mi presencia, giraron sobre sí mismas, dejando rotundamente expuesta la geografía de su anverso, que se me figuró más bien de tundra o paramera: los pechos púberes, como limones que no llegarán nunca a los puestos del mercado, y los pubis devastados por la epidemia de la depilación. (Sus pubis me trajeron a la memoria aquellos cerditos sonrosados que teníamos como huchas).
—Acércate —ordenaron.
Apenas me hube aproximado al borde de la cama, ya habían saltado sobre mí como felinos emboscados y me habían volteado de espaldas sobre el colchón, donde, en menos que canta un gallo, hicieron expolio de mi vestimenta.
—¡Ufff…! —exclamaron al unísono, al constatar los elementos de mi desnudez.
Olga (o Patricia) me asía de las muñecas, impidiéndome cualquier reacción (aunque, a decir verdad, yo tampoco hacía mucho por resistirme), mientras que la otra maceraba el bastión de mi virilidad con el ahínco de un alfarero. Cuando obtuvo el punto de rigidez que creyó adecuado, se subió a horcajadas sobre mí, ensartándoselo como una estocada en lo más alto (bueno, en lo más bajo). Parecía uno de aquellos trenes de carbón y leña, que al principio tardan en echar a andar, pero que enseguida van cogiendo aceleración hasta alcanzar una velocidad punta que amenaza con hacerlos descarrilar. En este punto, procedió a una brevísima pausa, como una entrada en boxes en la que su hermana me proveyó de una armadura profiláctica, para luego seguir espoleándome como un jockey que ve cercana la línea de meta. Durante todo ese tiempo, la lengua de su hermana clónica no dejó de rebuscar en mi boca, transmitiéndome una aspereza de piel de sapo y un regusto pariente cercano de la halitosis.
Por fin, aquélla bajó de su montura y procedieron a intercambiar posiciones.
—Uy, parece que el nene ha llenado el pañal. No sé si se le podrá poner otro o estará irritadito.
—Tranquilas, aquí hay de sobra para las dos —me atreví a bravuconear.
Y, en efecto, fui capaz de mantener un estado que dio para varias rotaciones más, al cabo de las cuales se buscaron sobre el lecho y se ovillaron en un abrazo que, en primera instancia, e imbuido por las circunstancias de mi reciente experiencia, interpreté como obsceno, pero que después recordé siempre como el gesto más íntimo de su fraternidad. Al poco, conciliaban un plácido sueño, sólo alterado por los ronquidos de la una y la sibilante respiración de la otra. Por unos instantes, deseé formar parte de aquel conjunto de emoción contenida y expresión barroca, en el que piernas, brazos y cabellos se entremezclaban con profusión. Pero solo hasta tomar conciencia de que la situación de marginalidad por la que me veía confinado en una esquina de la cama me otorgaba el privilegio de la libertad, y de que, cumplidas las expectativas que me habían llevado hasta allí, podía marcharme en cuanto quisiera, como así sucedió, sin habilitar el menor pretexto para una insinuación de reproche o compromiso. Además, había otros motivos para alejarme sin una despedida, como el hecho de no saber, si despertaban, qué actitud adoptar un cuerpo desnudo frente a otros cuerpos desnudos sin un resquicio de misterio en la piel; y, sobretodo, la calentura en mi entrepierna apremiándome a unas sesiones caseras de aquaterapia fría.

Tomé el elevador para volver a casa. No solo a causa de la fatiga en sí, sino porque subir escaleras hubiera resultado contraproducente para mi estado subabdominal. Durante el breve trayecto —y aun después de que la voz del autómata anunciara mi piso—, quedé absorto en la contemplación del espejo. Era mi imagen, sí, algo despelujada y con la ropa manga por hombro, pero había algo nuevo, extraño, en el reflejo que obtenía, algo que no acababa de reconocer como mío, no sé, acaso un lejano aire de altivez apenas insinuado en el arco de las cejas, un gesto de superioridad vagamente latente sobre la comisura de los labios, no sé, esa leve decantación hacia el perfil, la sutil elevación de la barbilla… Pero lo cierto es que me complacía ver lo que veía y quería parecerme a esa imagen.
Había tiempo suficiente antes de que regresara a casa la familia. La cosa merecía otro cigarrito y un lingotazo —doble— del whiskey de la cocina. (Esta práctica llegó a convertirme con el tiempo en un fumador empedernido y en un consumidor asiduo de escocés.) Además, qué narices, era mi cumpleaños y yo mismo me había procurado el mejor regalo.

7 comentarios:

  1. buenísimo macho man, eres mi hombre...

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  2. Este tío es un fantasma,no se lo cree ni él las historias que cuenta.

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  3. Juro por Snoopy que fue tal y como lo cuenta Macho-man

    Fdo.: Olga (o Patricia)

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  4. A mí me ha encantado. Como Macho-man le de al sexo la mitad de lo bien que cuenta sus hazañas...

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  5. Buena hazaña macho-man. Un trío...¡y con gemelas!
    Aaaaaaainj omá que ricas. ¡Quién las pillase...!

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  6. Q pedante y que vulgar a la vez.

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  7. Para una historia tan predecible me he tenido que tragar un ladrillaco......puffff

    Inka

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