miércoles, 11 de agosto de 2010

UNA HISTORIA (CAPÍTULO 1)

Creo que yo aún no había cumplido los 20 cuando ella, de una patada, derribó la puerta que me separaba del mundo exterior y se instaló en mi vida.
Era, ofialmente, un mañana de otoño, pero el calor gobernaba de tal manera la ciudad que bien pudiéramos haber creído, de no existir calendarios ni relojes, que nos encontrábamos en el ecuador del más cruel de los veranos.
A pesar de que llegué a licenciarme nunca me gustó realmente la carrera a la que mis limitadas capacidades me condujeron. Es por ello que muchas mañanas las pasaba en su mayor parte en la cafetería que había frente a la puerta de la facultad, en lugar de en el aula que me correspondía.
Decía que era una calurosa mañana de otoño y que, como de constumbre, me encontraba intercambiando una aburrida mañana de estudios por una enriquecedora jornada de conversación banal con la despampanante camarera que trabajaba allí desde septiembre. Mis conversaciones con ella se pueden resumir en frases entrecortadas acerca de qué habíamos hecho el fin de semana anterior -o qué haríamos el siguiente- durante los espacios libres que la quedaban mientras atendía a los clientes y, fundamentalmente, en mi disimulada búsqueda de algún resquicio en sus, generalmente generosos, escotes, intentando atisvar la aureola de sus pezones (una vez me pareció ver en su totalidad el derecho) o averiguar el color del tanga que correspondiera mientras se agachaba para coger algún zumo o batido (que estaban colocados a pie de suelo, fuera de la cámara frigorífica).
Aprovechando uno de esos ratos en los que Patri (así se llamaba) atendía a un grupo de estudiantes -con los que, a mi parecer, se entretenía más de la cuenta- fui al servicio. Fue una meada más, nada digna de reseñar, pero si la recuerdo perfectamente es por lo que aquella evacuación provocó.
Al llegar de nuevo a la barra una chica se había sentado en mi silla. Yo siempre he sido una persona que rehuye los problemas -y más aún por una mísera silla-, pero es que justo en la barra, a la altura de la silla giratoria dónde esa chica estaba sentada, se encontraban mis apuntes y un par de libros. Con educación le dije:

- Perdona, me dejas coger mis cosas.
- Ni que la silla fuera tuya. ¿Acaso has dejado un cartel que ponga "¡Ni se te ocurra sentarte!"? No, ¿no? Pues no me vengas entonces con chorradas niño.

Continuará...

jueves, 5 de agosto de 2010

DESDE MI VENTANA

Una joven pareja pasea. Feos ambos. Con pocas perspectivas de cambiar de acompañante. El brazo derecho de él se apoya sobre el hombro derecho de ella, abarcándola. Sin detener el paso le da un beso en los labios. Cariñoso. Descuidado. Cumplidor. Ella mira arriba, al cielo, como despistada. Se pierden en la distancia. Imagino otro beso cuarenta pasos adelante. Mejor no perder lo que jamás pueda ganar.
Siete mesas de terraza alineadas. Cuatro sillas vacías acorralando a cada una. Reunión de espacio e impuestos inutilizados. El dueño del bar, generoso mostacho en rostro, gesto serio y brazos cruzados, las observa preocupado. No le salen las cuentas. Y mira que son sencillas, cero más cero, nada.
Una muchacha rubia, de larga cabellera lisa, camina rauda con una bolsa roja de Galerías Preciados en la mano derecha. Sospecho que llega tarde a una cita. O a coger el autobús. ¿De Galerías Preciados? Hace demasiado que esas bolsas perecieron con la empresa que anunciaban. ¿Acaso sobrevivieron a su progenitor?
El viento sopla. Hace de mediador entre el sofocante calor de agosto y el sudor de los transeúntes. Agita las ramas de los árboles que en parejas se enfilan hasta amenazar con cortar la carretera. Mueve los hilos que sostienen los papeles tirados sobre el asfalto y los hace bailar al son que marca su música. Una mujer mayor, sentada en un banco, se quita con desprecio el que se ha ido a posar sobre su florado vestido. Nunca sopla a gusto de todos.
Cuando hace tanto que no escribes, hasta describir lo que ves desde tu ventana es un desafío.
Encienden las farolas. Llega la noche.